En una azotea, que cabalga a horcajadas de un estropeado caserón con siglos de vida entre pecho y espalda. Sus miles de achaques necesitan constantes cuidados. No sigué modas. Muy reticente a vestirse con la sofisticada tecnología que nos atrapaba. Tantas veces le propusimos instalar un ascensor, tantas veces se negó, alegando goteras, vigas podridas, pilares partidos en su maltrecho cuerpo. Por respeto, sus habitantes acatamos siempre, sin chistar, sus caprichos de viejo, atajando exclusivamente sus dolencias de quirófano. Sus reparos a modernizarse, no son pesadeces de la edad, el Viejo Cascarrabias protege así su depauperada escalera, centro neurálgico de su existencia. Y es que en sus descansillos, los vecinos retamos al tiempo. Tomándole su medida, montando casuales charlas, largas, sin especial contenido, que crispan nervios a relojes y cronómetros. Ese es el alimento del Viejo. La energía que se genera en pasillos y peldaños, le ha mantenido erguido durante décadas, con sus constantes vitales trabajando a todo gas.
Subida a su chepa, pegadita a la oreja, escucho el latir del mundo. Su cima es mi reino. Generación tras generación fuimos habitando aquella mágica azotea. Incrustados entre tejas guarda secretos de mis padres y de los padres de mis padres que, en los días de aire, el viento me sopla. Quien asomaba su curiosidad a mi diminuto planeta, cae desplomado. Joven, viejo, español, extranjero, con plata o sin ella, sucumbe a su verdad.
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