Aunque yo siempre tuve claro que Canadá era la decisión de Sandra y no mía, la acepté hasta que mi cerebro se reveló. Cuando sentí que mi gente estaba bien y yo, literalmente, odiaba lengua, costumbres y clima, supe que era hora de marchar. Y es que incluso las madres, tenemos derecho a que se respete nuestro camino. Necesitaba mi barrio, mi casa y hasta los problemas de siempre. En mi medio podía aún servir, porque aunque mayor no estaba oxidada, y seguro había cosas que entre los míos SI podía hacer…
Detestaba montar de nuevo en avión, así que afronté el vuelo, empachada de tranquilizantes. Y cuando conseguí salir del aeropuerto con mis tres maletas intactas, un almendrón me llevó hasta la casa. Fue bajar del carro y la nieta de Gladys apareció de la nada para pegarme un abrazo de los necesarios. Tan fuerte y cálido que, por fin, me sentí en casa. Mientras despedía al chofer, no me preguntéis cómo, aquel torbellino cargó con mis dos maletas demasiado voluminosas para su pequeña estatura y su menudo cuerpo. Las llevó hasta la puerta de la casa y, allí, me esperó. Yo la alcancé esforzándome por andar con paso firme, conteniendo nervios, aunque fue introducir la llave en la cerradura y los recuerdos me volvieron torpe. Mis manos empezaron a temblar, los ojos a aguarse. y yo a desmoronarme. Aquellos malditos sentimientos, que había mantenido a ralla estas últimas semanas, se habían desatado y, sin control, emergían entre lágrimas. Imposible escapar del dolor del adiós. Ese abrazo de despedida de mi hija me mató. Toronto estaba tan lejos….
La intuitiva Daniela se percató de mi fragilidad al momento, aunque no creo que comprendiera mi proceso. Demasiado chiquita para eso. Para mi, que venía de un lugar que casi tenías que pedir perdón por ser mayor y por no ser fanática de un lugar que lo tenía todo, fue consolador ver cómo la muchacha, con una dulzura heredada de su abuela, me envolvió con sus halagos, para calmarme. Me contó lo repuestica que estaba, echó la culpa de mi torpeza con la llave al óxido acumulado en el yale...Y yo me dejé querer. Necesitaba de la melosidad de mi gente para recomponerme. Eran casi dos años fuera de mi Habana y, a mis 70 años, ese tiempo era todo una eternidad.
Aunque yo nunca pude adaparme, mi hija, pasado un tiempo, dejó de chocarle y se integró ¿Y Paula?... Mi nieta parecía haber nacido allá... La rara era yo. Esos canadienses tan limpios, tan desarrollados, tan educados, tan distantes, no me atrapaban. Además, cuanto más tiempo pasaba allá, más claro tenía que en vez de ayudar, estorbaba. Estaba hecha de otro molde. No pasaba un día sin extrañar ese barrio mío, y a las vecinas que se colaban cada dos por tres para pedirme café, decirme donde habían encontrado papas, dejarme a sus nietos en casa, o para chismosear hasta quedarnos afónicas. En el edificio de Sandra los vecinos no se conocían y ni dentro del apartamento de mi hija sentía la libertad de que mi carcajada rompiera silencios y taladrara a ese tempano de hielo de país al que su esposo pertenecía y que, ni en agosto, ofrecía calor a sus habitantes.
Hice un esfuerzo para olvidarme de Toronto y mis nervios se fueron apagando hasta que tomé de nuevo el control de mis emociones. Entonces Daniela se atrevió, con mucha dulzura, a pedirme la llave. Tardó en abrir. Le costó. Juro que no acostumbro a ser mala, pero mi autoestima agradeció eso de que, a pesar de su juventud y habilidad, mi puerta no cediera al instante. Lo hizo justo cuando llegaba Jesús, mi vecino, a echarnos un cabo. Dos segundos después se nos unió Flora, una antigua alumna. El circulo de amigos y vecinos se fue haciendo más grande. Las risas y el alboroto convocaban a los míos y a muchos curiosos, mientras mi Danny, siguió en lo suyo. Arrastró mis maletas hasta la habitación. Estoy segura que al pasar por el salón, se paró y saludó a su querido piano, ése que sonaba especial en sus manos. Después, sin despedirse, marchó en busca de su abuela, a contarle que su maestra, la maestra Sara, volvía a casa. Convencida de que si alguien no podía faltar a la fiesta era su abuela, mi a Gladys si que no podía faltar a la fiesta.
A Cuatro Manos_Susana Monís

Comments